27 de octubre de 2009

El grito de Diógenes



En uno de los barrios que se abren al centro de Alejandría, de calles anchas de tiendas y cafeterías que no duermen, de escasos olores a zoco donde la salitre no deja respirar. En ese barrio, hay algo que hace un par de meses ha hecho que su peculiaridad nos pase desapercibida. Que su rastro pase sin ser visto. Que su presencia se clamufe entre los coches encapuchados con su lona protectora. Han sido dos meses, o algo más, pero enseguida nos hemos acostumbrado a verla allí tirada encima de sus cajas y sus papeles.

De vez en cuando se la ve ir calle arriba, pero enseguida vuelve al olor de la panadería y las luces de la mezquita. Vestida con arapos mugrientos, enseña parte de sus muslos que quedan descubiertos y, sorprendentemete, nadie la ayuda a taparse, ni le insisten en que sea ella quien se preocupe por su desnudez, puesto que la edad la perdona. Y la humildad, también.

A veces, el conductor de un coche toca con ímpetu el claxon en un intento de no atropellarla, de que se quite de su camino. Pero ella no se inmuta.  Si alguien pasa e intenta quitarle uno de sus papeles, ella grita, lanza un alarido, siempre con el mismo tono, la misma nota.

Y solo entonces los vecinos se dan cuenta de que ella sigue allí. Pero nadie hace nada.

Ayer vi a dos barbudos mirándola y hablando entre ellos. ¿Querrán llevársela a algún centro de acogida? ¿Querrán reprenderla por su suciedad? ¿Querrán llevársela a la mezquita? No lo sé. Pero hoy todavía estaba allí. Unas veces dormida, otras rehaciendo su pila de basura.

Debe tener, al menos, ochenta años. No articula palabra alguna, solo lanza gritos. No es vagabunda, es una Diógenes. Vive en la pobreza, sobre papeles...

Vivir sobre papeles, ¿por qué no? Nosotros lo hacemos, vivimos por los papeles, somos papeles, burocracia, tinta, números... y ella representa un resultado en el que cualquiera de nosotros podríamos caer. Y al final somos nosotros los que estamos dejando que siga viviendo de ese modo, somos nosotros los que la hemos llevado a ese punto. La sociedad en su papel desmembrante. Sin piedad. En un país con una asentada creencia en Dios, ni siquiera la religión la salva.

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