Ya siento el prurito invadiéndome la piel. Siento la molestia, el picor y los estornudos. Estuve en Madrid y vi que allí se puede uno anticipar a la campana de gases de efecto invernadero naranjas que asciende hasta el cielo y se divisa a la entrada de la ciudad.
Pero no divisé nada cuando llegué a la ciudad victoriosa.
El Cairo, Al Qahira... Mis pulmones y mis ojos lloran por tu nociva sensibilidad hacia la humanidad que acoges. Ruido, polvo, calor eterno. Una urbe infinita se levanta sobre cimientos de piedra histórica; religión y contaminación. Solo dos semanas después de pisar tu suelo siento ya ese dolor en la sien: los cabellos crecen y pesan, pero no puedo faltar a su católica recogida en un moño maltratado por una goma negra.
Y ahora... Casi duele no sentir ahora la brisa de Alejandría. Hoy parece que ha decidido descansar, sentarse y mirar el crepúsculo y la luna llena. Una luna que se quiere colar por mi ventana, pero corro la cortina traslúcida. Hay que tener decencia e intimidad.
Aunque justo sea esa intimidad la que a menudo observo por las noches desde mi balcón. La ciudad egipcia vive hasta bien entrada la madrugada y muchas señoras se atreven a salir al balcón sin su modesto pañuelo cubriendo sus cabezas.
Que altivos son los cairotas y que tozudos los alejandrinos. Maldita sea que no existe una ciudad como ambas.
E insisto... Insisto en tenerlo todo, hasta un trastorno bipolar que me hace verme seducida por la inmundicia y el caos, por la falta de libertad, por el olor a dolor de estómago y por el indigenismo religioso.
No valgo para despedidas.